Última modificación: 2018-02-04
Resumen
La afirmación de Ernest Renan permite relacionar –con todas las diferencias– el fenómeno de la disolución de los imperios europeos con los procesos y resultados de las Revoluciones independentistas americanas de comienzos del siglo XIX que generaron la caída del sistema colonial y dieron paso a otra forma de estructuración territorial, administrativa, económica y política que, de acuerdo con Renan debemos denominar nación (Renan, 1882).
Es innegable que las revoluciones se produjeron, que los virreyes fueron paulatinamente expulsados y que los gobiernos americanos se conformaron adoptando formas republicanas; sin embargo, es claro que, por un lado, los sistemas políticos y su aparato legislativo han sido copiados idealizadamente de los modelos europeos y, por otro, los países americanos aceptaron desde sus orígenes nuevas formas de colonialismo de poder,1 tan materiales como simbólicas que las clases dominantes se encargaron de mantener en razón de que eran acordes a sus intereses económicos y políticos.
Los centenarios de las repúblicas americanas conmemoraron –entre 1909 y 1924– representaciones acerca de la independencia, la libertad y la fraternidad claramente disonantes con las estructuras materiales existentes. En este período, en consonancia con los nuevos estudios europeos, cobra fuertemente circulación la idea de Nación como ““un alma, un principio espiritual”” de los pueblos, unidos por criterios objetivos como el territorio, la lengua, la religión, o ciertos hábitos y tradiciones específicas (Renan, 1882: 10).
Lo importante de esta creación simbólica de la nacionalidad es que orienta la voluntad, la energía hacia un futuro comunitariamente deseado. De esta manera, primero es necesario realizar una estrategia de resignificación de la historia, afirma Renan: “tener glorias comunes en el pasado, una voluntad común en el presente: haber hecho grandes cosas juntos, querer seguir haciéndolas aún, he aquí las condiciones esenciales para ser un pueblo”(1882: 10).
Consecuentemente, la nacionalidad se fundamenta en una construcción del pasado que borra la violencia y representa un ahora fruto de un antes glorioso (Anderson, 1991; Gellner, 1988). Esta operación es aún más compleja cuando las condiciones materiales de la población son radicalmente distintas de las que los discursos hegemónicos pretenden instaurar (Quijano: 2000). Cuando esto sucede, no es posible que un pueblo se piense como nación, sino que, al contrario las diferencias las diferentes clases luchan por el derecho a la palabra y su propia resignificación del pasado y presente.