Eventos Académicos, V Congreso Internacional de Letras

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Cabalgar soñando. Construcción del ethos imaginario en los sueños de "Una excursión a los indios ranqueles" de Lucio V. Mansilla
Emiliano Scaricaciottoli

Última modificación: 2018-02-17

Resumen


Imaginarse es, de algún modo, perder algo. El objetivo de este trabajo es encontrar evidencias, huellas indiciales, restos de esa pérdida. Aquello que queda circunscrito al escenario del simulacro es una de las dos instancias donde Mansilla edifica en Los Toldos (con toda la ambigüedad que ello significa: edificar [en] Los Toldos) aquello irreversible. Nicolás Rosa escribió mucho sobre el régimen de la prótesis, sobre todo en Sarmiento. Cómo la literatura puede recuperar, mediante una teoría de la imaginación elaborada en el presente continuo de la escritura, un linaje olvidado o un mapa (en términos de Jameson) de lo simbólico. ¿Qué ocurre en ese pasaje entre el teatro consciente de la orgía Ranquel del “yapaí, hermano” y el desvanecimiento del ethos explícito romántico (legitimado en la autoridad familiar)? El análisis del sueño es la segunda instancia donde Los Toldos se edifican mirando –como el ángel de Klee– hacia la ruina de la preindustrialización. La ruta desemboca directamente en el proyecto modernizador del Estado que ocupó la segunda mitad del siglo XIX con eje en su sujeto político –el post urquicismo– y la polémica alrededor del capital de trabajo inmigratorio y el papel intervencionista del Estado Constitucional desde 1853. Es preciso reconocer que Sarmiento no abrazó la causa industrial desde sus comienzos, sino que lo hizo tras darse cuenta de que el modelo agro-exportador de materias primas, aún hoy característico de la Argentina, nos conducía inevitablemente hacia el colonialismo y la pobreza. Es decir, depositaba su confianza en el carácter civilizador, industrializador y portador de moralidad del Estado (Peña, 1973: 68). Con lo cual, la preocupación radicó en aquellas condiciones históricas y sociales, propias del campo y sus habitantes, que impedían el desarrollo autónomo y consistente de nuestra sociedad. La industrialización requería reconocimiento y acondicionamiento de los caminos traducido en limpieza étnica y circulación del capital sobre el factor productivo primario: la tierra. José Hernández en “El camino trasandino” (1872) reconoce la necesaria “marcha de nuestra civilización” a partir de la exploración de las vías de comunicación comercial y del rastrillaje étnico-social por los territorios “ocupados por tribus bárbaras y belicosas”. La discusión sobre el destino político y económico del país se traduce como una discusión sobre el lazo indisoluble entre Nación y territorio, Estado y ciudadanía. Y es allí donde Hernández ancla la estabilización del lexema Nación: el objeto se construye como una estabilización ligada al control político del espacio, desplazando la tierra como valor económico y como espacio político de la frontera. Y en la frontera es donde el hombre de ciudad puede panoramizar lo freak: la vida de los hombres de prontuario (souvenir de la civilización al desierto) como Miguelito, Camargo o el fantasmático Gómez, y la vidriera del hombre de frontera –quien “chille, llora y bebe”– por la que se pasa el tamiz del paisano, del sujeto posible de ser incorporado a la economía rural. El indio de Fierro, no casualmente, omite la risa. La risa es reparada con el grito y, por ende, es la risa y su potencial fuerza de trabajo lo que diferencia al hombre de campaña del animal, del salvaje que niega en la manifestación de su gestualidad signos de humanidad. Mansilla entonces monta el simulacro, las esperas, los fingimientos, ingresa sin negar su identidad, sin dejar la nominalización que bautiza al ciudadano (y más aun al prestigioso). En suma, no hay “entrismo” en la orgía ranquelina, no hay camuflaje sino reproducción y ejemplaridad: beber “sin método”, “la propiedad es un robo”, la carga de Linconao como el “triunfo de la civilización sobre la barbarie”, marcar a Epumer con la capa colorada traída de Francia; y “marcar” –en el ofertorio de hermandad de los Toldos– tiene el sentido de cooptar. Epumer es cooptado con el color que Sarmiento, en el Facundo, genealogizaba en la barbarie oriental hasta transgrediendo o extremando el método de conocimiento comparativo hacia el orientalismo, característico en su obra, y atribuyendo salvajismo a un púrpura, por ejemplo. Ahora, la bandera de Quiroga entrando a las ciudades del interior es la misma que presentaban los corsarios mediterráneos de las expediciones de saqueo ultramarinas –negra, con la calavera en el centro. La clasificación acá rompe el sistema y Facundo se instaura como tipo y a la vez como un “otro”, aquello a descifrar en su conducta. No es Rosas, mucho menos subsidiario de los Ocampo, por el contrario, representa un casillero particular en la insignia montonera, “un genio bárbaro”. Estas conversiones imaginarias mediante la mimesis –del asco a la genialidad o al socialismo del Evangelio, según Mansilla– manifiestan el nuevo germen de la experiencia en tanto punto cero de una nueva raza: el imperio se reconstruye solo en el espacio onírico. Soñar es gobernar y de aquí en adelante Mansilla abandona su rol de traductor de costumbres bárbaras para el paradestinatario urbano/letrado y se permite enfrentar la espada de la República con la espada del Imperio.


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