Una serie de figuras coagulan y le dan forma al espejo trizado con el que el lenguaje construye la historia de Diego Zama como pasaje de la pose a la animalidad, esa zona fronteriza móvil e inestable en la que se manifiestan las múltiples formas de lo viviente y que desdibuja los límites trazados por el hombre en torno a lo propio de lo humano.  El personaje emerge en la escritura como animal autobiográfico y se abre al devenir despojado de toda pose, de toda fatua erección y de toda jerarquía o superioridad sobre lo otro. Frente a la mirada del niño que lo salva al final de la novela de Di Benedetto se manifiesta en su vulnerabilidad y se reconoce en el un primitivo y radical deseo de vida. Al igual que los animales no siente vergüenza por su pequeñez y se entrega al poder viviente de lo impersonal. La línea vertical del poder, la pose que oculta el vacío del yo, se disuelve en la horizontalidad de los humillados (humus) que caracteriza la posición de los animales, y desde ese lugar se conecta con una voluntad que está más allá y más acá del sujeto autocentrado.