En 2017, Gabriela Cabezón Cámara publicó una novela que imprime un giro excepcional en la narrativa argentina: Las aventuras de la China Iron. La operación mayor es haber tomado de la obra que fue señalada como el centro del canon en la primera historia de la literatura argentina (Rojas, Lugones), El gaucho Martín Fierro, un personaje que aparece allí sumamente desdibujado: la “china” –esto es, la persona que es pareja del gaucho Fierro-. Porque sí puede hablar la subalterna (Spivak), la autora le otorga voz para narrar su historia que, como el título avanza, será una aventura. Para mayor gloria de la novela, la aventura de la China es la búsqueda y el encuentro de la felicidad, cuestión vital. En la obra de Hernández, la suerte de la mujer quedaba supeditada a la de su señor, siempre muy por debajo: a pesar de las penurias, el gaucho consigue sobrevivir para contarla (Ludmer, Rama). La china, en cambio, transitó un valle de lágrimas, al igual que las otras mujeres que deambulan como sombras por el Martín Fierro: la negra, la cautiva; las originarias ni siquiera están consideradas en tanto tales, sino simplemente animalizadas, muy por debajo aun de sus congéneres, biopolitizadas (Foucault).

La lectura que propone Cabezón Cámara es una utópica y sin embargo tan realista: en esta parte del mundo, entrado el siglo XXI, la Muerte no es ya el genocidio sino el ecocidio: “Nutrir al animal simbionte significa ser nutrido a su vez, como también, inventar prácticas de cuidado de la red-de-sí-mismos en simbiosis” (Haraway, Las historias 17). Del Capitaloceno al Antropoceno y al Ctuloceno (la era Ecozoica), el brillante compost lingüístico de esta utopía en clave feminista, donde las lenguas que habitan una tierra también simbiontizan, es la herramienta vivificante con que se traza una historia diversa, si acaso el cyborg que ya somos es capaz de habilitar nuevamente el futuro.