Última modificación: 2018-02-04
Resumen
En 1985, presentando en Buenos Aires su libro Un testigo fugaz y disfrazado, Sarduy contesta a una intervención destinada a aclarar la paternidad de ciertos estilemas neobarrocos en la literatura argentina, con la siguiente observación genealógica: “Carrera es a Sarduy, lo que Sarduy es a Lezama, lo que Lezama es a Góngora, lo que Góngora es a Dios.” El recorrido de esta genealogía bastaría para ver o mejor dicho dibujar en un mapa geográfico y literario, trayectos que, a la manera de coloridas líneas, unirían el cielo con España, España con Cuba, Cuba con la Argentina. Pero también, una lectura atenta de estos nombres podría terminar en una suerte de furor terrorista sobre nuestro mapa y ya no serían tan claros los límites entre el cielo, España, Cuba y la Argentina, porque en los trayectos de dichos recorridos, aparecerían siempre alborotados por aquello que hace del lenguaje su característica primera: la falta de centro y de límite. Un lenguaje infinito, fugaz y escurridizo, preparado para transmutar apenas se ejerza sobre él el ímpetu de la primera persona. Por ello la cadena genealógica que construye Sarduy nos habla, más que de nombres, de un deseo de la escritura imposible de detener, la escritura que, como un río turbulento, arrasa nombres y lugares para persistir en el goce de la corriente. Pero en la sensibilidad barroca, aunque alborotada, esos nombres no se pierden porque lo barroco siempre conforma una tradición y en la escritura traslada una herencia hacia una nueva forma de originalidad.
El origen de las reflexiones que siguen tal vez sea remontar nuevamente el río del goce de la escritura en otro de sus momentos: Washington Cucurto. Porque, sin lugar a dudas, hay un germen barroco en esta obra que la crítica tal vez muy rápidamente leyó como “realismo atolondrado” y algo de barroco hay en atolondrar el realismo, porque ¿qué es el barroco sino una explosión del realismo? Cuando leo ese deseo de la escritura irrefrenable en las obras de Lezama, Sarduy, Carrera, pienso también en Cucurto o mejor dicho, leo también ese deseo en su escritura. Una escritura que hace del lenguaje un entramado espeso de significaciones, en un juego típicamente barroco: el de la simulación y la ostentación. Por ello el mundo que describirían las novelas de Cucurto es un mundo del lenguaje, de las palabras que se olvidan de la representación y se vuelven narcisistas, sin poder abandonarse más que al goce de sí mismas. La simulación de las palabras en esa supuesta representación realista del mundo de la cumbia cae como una escenografía cuando en el torbellino del lenguaje se delata su materialidad, pero apenas descubrimos el truco, como niños dispuestos siempre a llamar la atención, las palabras comienzan a ostentar su belleza, porque –como dice Lezama– “El lenguaje, al disfrutarlo, se trenza y multiplica; el saboreo de su vivir se le agolpa y fervoriza” (1993: 171). En ese fervor del lenguaje que ha tomado la iniciativa, en una especie de éxtasis feliz e irrefrenable, Cucurto se vuelve barroco.