Escribir una ponencia –sobre algo, para alguien– implica el necesario reconocimiento de que el trazo que mueve la mano, mi mano, no dibuja el contenido de algo previo a la escritura que reclama ser dicho. Escribimos porque no sabemos de antemano qué decir. Decir, entonces, que escribo a partir de Punctum de Martín Gambarotta (2004) no supone el develado de un sentido oculto ni la existencia de este, sino más bien, que lo que aquí se lee, intenta dar cuenta del goce que produce la materialidad poética que recibo y me invita a ensayar palabras en un intento de hacer coincidir lo imposible; esto es: la materialidad significante de la obra y lo que ella en mí produce, con un sentido a su medida, con un significado que la contenga. Imposibilidad en suma de unir el signo, de cerrar la orquestación de imágenes que nos son entregadas en la materialidad de la escritura poética, con un sentido único, total, con un predicado.

Y esta quizás sea la garantía de la escritura, ya que solo escribimos obstinadamente lo imposible; nuestro deseo que, como dice Roland Barthes “no culmina jamás en ese espasmo del significado que, normalmente, permite al sujeto reposar de nuevo en la paz de las denominaciones” (2009: 70). Solo escribimos sobre una materialidad no codificada, cuyo sentido escapa al mero mensaje, al sentido obvio de la cultura y el imaginario; sobre aquello que lejos de ser una totalidad presenta una fisura en su textura, “un pliegue (una arruga) que ha quedado marcado en el pesado tapete de las informaciones y las significaciones” (Barthes, 2009: 70) que nos punza a la vez que nos pone en actividad.