Lo vivido durante la pandemia nos invita a reflexionar sobre lo que se conoce como el “formato escolar”. Es que la escuela no es algo natural o que existió desde siempre, sino que fue inventada. Tiene determinadas características y así como hoy en día es de una manera puede ser de otra. El formato escolar es justamente la forma particular que adquirió la escuela y mediante la cual las sociedades modernas delegaron la función de educar (Pineau, 2001). Si bien hubo cosas que cambiaron y se resignificaron, no es descabellado pensar que los núcleos duros siguen relativamente indemnes al paso del tiempo.

Durante las últimas décadas muchos autores criticaron la rigidez de este formato escolar. Un punto tienen: la escuela así como la conocemos tiene aspectos represivos y disciplinadores. Pienso que este cuento nos invita a pensar que detrás de estos aspectos hay algo mucho más valioso: el contacto humano. El contacto con otros, distintos a uno. Un fenómeno colectivo (Pineau, 2001). Algo que un algoritmo educativo con el que sueñan los tecnólogos del mundo no va a poder reemplazar. La escuela plantea compartir un espacio con alguien diferente.

El aislamiento y la suspensión de la presencialidad escolar durante 2020 y 2021 nos invitan a poner la lupa en estos aspectos que quizás hasta ahora los teníamos tan naturalizados que no los veíamos. ¿Qué elementos de la escolaridad resultaban valiosos para los adolescentes, pero permanecían fundidos con el paisaje? ¿Cuál fue el costo por no tenerlos?

Este trabajo busca indagar en los efectos en la salud mental de los adolescentes por motivo del cierre de escuelas decretado durante la pandemia de coronavirus. En el marco de una tesis de maestría en Políticas Educativas de la UNIPE, veremos qué aspectos de las instituciones educativas salieron a la luz y brillaron por su ausencia en estos años.