La palabra convivencia es un término relativamente reciente dentro del sistema educativo y también en la investigación educativa. Este término es un indicador de un cambio de paradigma de cómo el sistema educativo ha entendido las formas de gobierno escolar, el modo de gobierno de las conductas de los estudiantes, las responsabilidades de los adultos a cargo, es decir, de la distribución del poder en el entramado escolar cotidiano. Hasta no hace mucho tiempo atrás estuvo vigente una visión disciplinaria sobre estos modos de gestionar y gobernar el comportamiento del alumnado que nace con la fundación misma del sistema educativo. La disciplina, en tanto práctica escolar institucionalizada y legitimada, tuvo como principales características: la mirada adultocéntrica de las relaciones sociales y pedagógicas, una visión de los alumnos como deficitarios de “buena conducta” y por tanto como potenciales revoltosos del orden escolar establecido y una batería de prácticas institucionales como son las amonestaciones, las sanciones, los castigos, entre otros, con el fin de producir cuerpos y mentes dóciles, adaptables a un orden más general que traspasaba los límites físicos de la escuela. La escuela como agencia de socialización de las nuevas generaciones en la cultura y en las normas de sociabilidad, ha entendido al “conflicto” como un obstáculo, como algo a ser erradicado -mediante la intervención de la disciplina-, como aquello que no debía tener lugar en la trama cotidiana escolar. Asi, el orden escolar fue entendió como una especie de “estado de armonía permanente” donde vigilancia, control y castigo estaban al servicio del mismo.